Existe un libro que fue escrito en el mismo año que yo me asomaba al mundo y decía “¡ya estoy aquí!”. Tanto el libro como el niño fueron creciendo sin saber que unos años más tarde iban a encontrarse y entablar una fabulosa relación de fantasía.
Corría el año 1992 cuando la profesora de Lengua nos hablaba en clase sobre la importancia de la lectura y la diversidad de historias que podíamos encontrar dentro de un buen libro. De esta forma lanzó como reto que eligiéramos un libro de lectura que nos acompañaría durante el trimestre y al final del mismo descubriésemos lo que este nos había enseñado. Con grandes dudas sobre ello, me dispuse a elegir el que sería mi obligado libro compañero que cada tarde me miraría con cara de malo y apuntándome con el dedo me recordaría que tenía que ponerme a leerlo en los escasos periodos de tiempo libre que habían sido tremendamente reducidos al pasar del colegio de Primaria al instituto de Secundaria. También existía en mí el recelo que a cualquier chavea de esa edad despierta que le impongan una acción que a priori no le gusta y que era obligatoria si querías aprobar la asignatura.
La elección del libro de lectura me costó dos recreos y medio (qué le voy a hacer, yo era un chico indeciso) dándole vueltas a la biblioteca y a sus interminables estanterías, actividad totalmente desaconsejable para cualquier alérgico al polvo, ácaros, gusarapos, gnomos y demás flora y fauna que salía de entre libro y libro. Pero por fin parecía que uno de esos ladrillacos había llamado mi atención, primeramente por el nombre que ya en sí presagiaba que tardaría más de la cuenta en acabarme tal obra:
Y fue así como comenzó esta relación de amistad con la lectura medio impuesta pero que poco a poco se fue convirtiendo en una experiencia que marcaría mi aprendizaje donde descubrí que un buen libro se podía convertir en nuestro mejor amigo acompañándonos en un viaje a través de la imaginación y que nos llevaría a mundos que en los que sólo podemos acceder con las llaves de la imaginación y la lectura.